Poeta y Palabra
Cuando el aire, suprema compañía,
ocupa el sitio de los que se fueron,
disipa sus olores, sus jestos, sus sonidos
y vuelve único a llenar
el orden natural de su silencio,
él, a cuyo infinito alrededor se ciñen
la medianoche, el mediodía
(horizontes de ausente plata o más allá del oro)
se queda con el aire en su lugar,
dulcemente apretado por la atmósfera
de la azul propiedad eterna.
Puede olvidar, callar, gritar entonces dentro
la palabra que llega del redondo todo,
redondo todo solo;
que el centro escucha en círculo
resuelto desde siempre y para siempre;
que permanece leve y firme sobre todo;
la vibrante palabra muda,
la inmanente,
única flor que no se dobla,
única luz que no se estingue,
única ola sin fracaso.
De todos los secretos blancos, negros,
concurre a él en eco, enamorada,
plena y alta de todos sus tesoros,
la profunda, callada, verdadera
palabra,
que sólo él ha oído, oye, oirá en su vigilancia.
La carne, el alma una de él, en su aire,
son entonces palabra:
principio y fin,
presente sin más vuelta de cabeza,
destino, llama, olor, piedra, ala, valederos,
vida y muerte,
nada o eternidad: palabra entonces.
Y él es el dios absorto en el principio,
completo y sin haber hablado nada;
el embriagado dios del suceder,
inagotable en su nombrar preciso;
el dios unánime en el fin,
feliz de repetirlo cada día todo.
Juan Ramón Jiménez: La estación total (1946)