Un viaje, primero, y un fortísimo catarro que me obligó a guardar cama, después, me han tenido alejado de Laramie dos semanas, que a mí me han parecido casi dos meses. De verdad, no exagero, créanme. Y es que no se trata de una costumbre, no es una práctica social al uso, debidamente codificada y convenientemente ejercida. Al contrario. Laramie es para mí la mejor manera de vencer la rutina y de ahuyentar el tedio: compartir expectativas y experiencias con quienes, como yo, disfrutan conversando de los asuntos más dispares.
Conversando y si se tercia discutiendo, que a esto no le tenemos miedo: a discrepar, a disentir, a mostrar puntos de vista diferentes. Tal vez porque, como dijo en una ocasión Claudio, pertenecemos a una especie en curso de extinción, la de quienes piensan que es posible dilucidar los problemas, encontrar una verdad y comprometerse con ella. Lo cierto es que, en cuanto me repuse de aquel obstinado y fastidioso catarro, lo primero que hice naturalmente fue visitar Laramie.
Han Sungpil: The Hugh Lamplight |
Un virus, supongo
Un virus, supongo, me dijo Antonio al verme entrar. Dejó lo que estaba haciendo (secar la cristalería) y se acercó a mí, dándome un abrazo.
¿Quién te lo ha dicho?, le pregunté. ¿Quién me ha dicho qué?, preguntó a su vez. Que ha sido un virus. Nadie; esa es una de las tres respuestas que siempre tienen a mano los médicos cuando les preguntas por las causas de tu dolencia: un virus, los genes o la edad. O es que no te han preguntado nunca ¿en su familia hay alguien que haya padecido…?
No respondas a esa pregunta, si no quieres perder para siempre la confianza en los médicos –dijo Claudio, desde la puerta. Antonio es un quevediano empedernido y cuando habla del asunto no deja títere con cabeza. Me alegro de verte, me dijo Claudio abrazándome. Vale, dijo Antonio. Lo dejaré por hoy, pero un día de estos deberíamos hablar de este asunto. Así tendré ocasión de contaros una historia curiosísima que me contaron cuando yo estudiaba Medicina en la Complutense. ¿Estudiaste Medicina?, le pregunté sorprendido. (Claudio sonreía). Sí, pero no terminé la carrera; la dejé en el último curso. ¿Por qué? Se me ocurrió leer a Bataille, a Bachelard y a no sé cuántos franceses más, así que decidí dedicarme a la filosofía y me fui a París. Pero esa es otra historia. Mira, ahí llegan rarodeluna y Carlota.
¿Cómo va ese manifiesto? ¿Lo habéis publicado ya?, le pregunté. ¡Qué va! Hay unos que dicen que de prohibir los canutos en los parques, como quieren los fundamentalistas, nada de nada. ¿Pero habéis avanzado algo?, insistí. Algo sí, respondió; espero que lo tengamos listo en un par de semanas. Pero eso –añadió rarodeluna–no es lo que más me preocupa ahora. ¿Habéis visto lo que ha ocurrido en Japón? Sí, asentimos todos; es terrible, dijo Carlota. En facebook me han llegado noticias –continuó rarodeluna–de que algunas centrales nucleares están seriamente dañadas. ¿Os dais cuenta de la magnitud de la catástrofe? En ese momento llegaron Teresa, Darío, Julián y Marta, que se unieron en seguida a la conversación.
Esto es mucho más jodido que lo del virus, comentó Antonio. Por mucho que nos expliquen lo que es un terremoto o un tsunami, nos quedaremos boquiabiertos, sin entender los motivos de esa violencia.
¿Recordáis lo que le pasó a Goethe?, preguntó Julián. Supongo que te refieres al terremoto de Lisboa en 1755, respondió Claudio. En efecto, repuso Julián. Y añadió: fue vastísimo cataclismo en el que perdieron la vida más de 30.000 personas y que afectó hasta tal punto a la sensibilidad y a la conciencia de la gente de aquel tiempo que aceleró el proceso de secularización que se estaba produciendo en Europa. ¡Todos ateos!, apuntó Darío. No tanto, aclaró Julián. Pero, ¿qué fue lo que le pasó a Goethe?, preguntó Carlota.
Y entonces intervino Claudio: Goethe, que entonces tenía seis años, cuenta en su autobiografía cómo le afectó lo que oía comentar a las personas mayores a propósito del cataclismo. Aquel niño no podía comprender que el Dios bondadoso, creador y conservador del cielo de la tierra, desatendiera de ese modo a sus criaturas y condenara por igual a justos e injustos.
Y eso que Goethe no vio las imágenes que hoy un niño de seis años habrá visto en televisión…, apostilló Teresa. ¿Y los que no son niños?, agregó Marta.
Como la tarde, Laramie fue nublándose poco a poco. Y cuando la conversación adquiría un tono melancólico y sombrío, Antonio encendió las luces, puso la sonata en sol mayor para violín y piano de Mozart, sirvió dama blanca, un excelente cóctel con ginebra y Cointreau y alzando su copa dijo: brindo por las mujeres, por el ocho de marzo y por ese huracán de esperanza que comenzó hace cien años. ¡Salud!
Y así nos sorprendió la noche como casi siempre, hablando…
Al marcharnos Julián me dejó una nueva entrega de su Antología parcial, Claudio unas citas de su colección y Antonio un ensayo de Steiner, no sé si para aliviar o para alimentar la melancolía.
1 comentario:
Ya me tenías preocupada y te echaba de menos en Laramie. Me alegro de que te hayas recuperado de tu catarro
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