LOS DESPOSADOS DE LA MUERTE
Michael
Farrel ardía con un ardor puro como la luz.
Sus
manos enseñaban a amar los lirios
y sus
sienes a desear el oro de las estrellas.
En sus
ojos bullían trémulas luces oceánicas.
Sus
formas eran el himno de castidad de la arcilla,
suave y
fragante y musical.
Bajo
sus bucles rubios, undosos y profusos,
parecían
temblar las alas de un ángel.
Emiliano
Atehortúa era muy sencillo
y traía
una infantilidad inagotable.
Su
adolescencia láctea, meliflua y floreal,
fluía
por las escarpas de mi madurez
como
fluye por el cielo la leche del alba.
Cuando
le vi en el vano ejercicio de la vida
me
pareció que me envolvía el rumor de una selva
y me
inundó el corazón la virtud musical de las aguas.
Hay
almas tan melódicas como si fueran ríos
o
bosques en las orillas de los ríos.
Guillermo
Valderrama era indolente y apasionado.
Como un
licor de bajo precio,
la vida
le produjo una embriaguez innoble.
Sus
formas pregonaban el triunfo de una estirpe.
Había
en su voz un glú-glú redentor
y su
amante le llamó una vez
"el
Príncipe de las hablas de agua".
Leonel
Robledo era muy tímido
bajo
una apariencia llena de majestad.
En el
recóndito espejo de su ternura
se le
reflejaba la imagen de una mujer.
Toda su
fuerza era para el ensueño y la evocación.
Le vi
llorar una vez por males de ausencia
y me
dije: hay una tempestad en una gota de rocío,
y, sin
embargo, no se conmueven los luceros...
Stello
Ialadaki era armonioso, rosáceo, azulino,
como
los mares de Grecia, como las islas que ellos ciñen.
Efundía
del mundo algo irreal, risueño, fantástico.
Se le
veía como marchando de las playas de ensueño
que
rozaron las quillas de Simbad el Marino,
hacia
las vagas latitudes
por
donde erró Sir John de Mandeville.
Cuando
le conocí tuve antojo de releer la Odisea,
y por
la noche soñé en el misterio de las espigas.
¡Evanaam!
¡Evanaam!
Juan
Rafael Agudelo era fuerte. Su fuerza trascendía
como
los roncos ecos del monte a los pinos.
Alma
laboriosa, la soledad era su ambiente necesario.
Sus
ilusiones fructificaban como una floresta
oculta
por los tules del "todavía-no".
Sus
palabras revelaban la fuerza de la realidad,
y sus
actos tenían la sencillez de un gajo de roble.
Porfirio Barba Jacob: Rosas negras (1988)
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