Hogar
de la memoria
Acércate a la lumbre. No tengas
miedo. Pasa.
Franquea el umbral del día y
entra en ti mismo. Escucha:
afuera el viento arrastra
anónimos despojos,
papeles, algas secas sobre las
dunas. Lejos
quedan las puras aguas, el mar
de ayer. Contempla
romper la espuma turbia sobre
la arena; el viento
monótono y mojado sonando entre
las cañas
y la humedad trepando por las
viejas paredes
como un musgo amarillento o una
lenta congoja.
Vuelve al lugar de entonces.
Cierra la puerta. Acorda
tu corazón al pálpito secreto
de las cosas
que tu reino ensancharon con su
cordial latido
e hiciéronte más rico, más
humilde, más sabio.
He aquí los viejos libros, tu
lámpara, los remos
que antaño fatigaran el torso
de las aguas
y hoy empuñan tus hijos con
inocente empeño:
la vida reiterándose en su
eterno retorno.
Acércate a la lumbre. No tengas
miedo. Quédate;
hace frío esta tarde y no hay
nadie en la playa.
Ya te has quedado solo, como
siempre, y el viento
corre como las horas sin saber
dónde, a dónde
caer, por fin, rendido y
encontrar reposo.
Mira pasar las nubes tras el
cristal, las olas
por siempre reiterándose con el
gesto impasible
con que los días restauran su
esplendor abolido,
con que la misma vida se repite
en tus ojos.
Acércate a ti mismo. Entra en
tu pecho. Aspira
el vago aroma antiguo de la
leña en otoño
que, ileso, te devuelve al
ardor de las horas
más cálidas y vivas. Acércate a
la lumbre.
No tengas miedo. Escarba:
remueve en la ceniza.
Recuerda aquella música...
aquel fulgor, tu casa...
Nada está muerto. Nunca muere
nada del todo
mientras la vida aliente en
quien feliz fue un día;
mientras la voz lo pueda
resucitar cantando.
Un ascua aún arde, pura, al fondo
de tus años.
Carlos
Clementson: Los
templos serenos (1994)
No hay comentarios:
Publicar un comentario