lunes, 19 de agosto de 2013

Claudio



Ocurre a veces. Ignoro con qué frecuencia o si son muchas o pocas las personas que se han visto en esa situación. Pero sé que a veces ocurre que un hecho fortuito, un encuentro casual, o un objeto, un detalle aparentemente sin importancia, puede ser determinante en la vida de una persona. En el caso de Claudio fue un libro. 
Joan Miró: Blue I

Acababa de cumplir dieciséis años y aquel era su último curso en el Instituto. Desde el curso anterior, Claudio, que había decidido estudiar lenguas clásicas en la Universidad, leía todo cuanto caía en sus manos sobre el Renacimiento. Un día, al finalizar la clase de Filosofía, el profesor le pidió que se acercara a su mesa. "Toma -le dijo, entregándole un libro-: échale un vistazo y, si te interesa, quédate con él todo el tiempo que necesites. Léelo. Ya me contarás". Se trataba de La cultura del Renacimiento en Italia, de Jacob Burckhardt.
La lectura de ese libro, ardua en ocasiones pero apasionante en todo momento, le procuró a Claudio una visión ambivalente y contradictoria del Renacimiento y, por extensión, de la Historia. De un lado, la imagen luminosa de una época en la que el hombre se convertía en individuo espiritual y, reconociéndose como tal, se liberaba de las restricciones y emprendía el camino hacia su plena autonomía. Desde esa perspectiva, el Renacimiento era ante todo la época de las grandes obras de arte y de la recuperación de la cultura grecolatina.
Pero el Renacimiento ofrecía también una imagen menos complaciente y desde luego mucho más oscura: la de aquellos príncipes italianos, déspotas y tiranos, crueles y sanguinarios, que guiados por el cálculo frío concibieron el estado como una forma de arte, sin otro objetivo ni sentido que el poder mismo. Todo -incluidas las convicciones religiosas- estaba al servicio de una concepción del poder que tenía en el papado su ejemplo más insigne, su modelo más acabado.
Joan Miró: Blue II
La imagen del Renacimiento se oscurecía completamente al comprobar que, en aquellas circunstancias, la gran mayoría de los poetas, artistas e intelectuales trató de vivir de la manera más ventajosa posible, adaptándose a la situación, intentando sacar el máximo provecho.
Claudio comprendió entonces que el Renacimiento de Miguel Ángel era también el Renacimiento de Maquiavelo. Ese descubrimiento le dejó un amargo sabor de boca y esa tristeza infinita que transmite su mirada. Pocos años después, Walter Benjamin le ayudó a verbalizar aquella lamentable contradicción: no existe documento de la cultura que no sea al mismo tiempo testimonio de barbarie.
Pero, Claudio -y esto, como todo lo que recojo en esta semblanza, lo sé por Antonio- no se dejó arrastrar por el pesimismo histórico de Burckhardt. Su escepticismo irrevocable no eclipsó del todo la esperanza. De hecho, en los años de la dictadura franquista que le tocó vivir siempre estuvo a la altura de las circunstancias.
En su juventud, Claudio alentó propósitos literarios. Pero los abandonó enseguida al comprobar -como algunos humanistas del Renacimiento- que le resultaría imposible estar a la altura de los clásicos antiguos y modernos que él admiraba. 


Apasionado por el fragmento, porque que inhabilita -dice- la voluntad de poder que transpiran los textos densa y perfectamente articulados, y porque favorece la imaginación y la libertad del pensamiento, Claudio colecciona fragmentos; no citas, ni aforismos, fragmentos extraídos de los textos con los que dialoga. 
Profesor de latín y griego, durante más de tres décadas adiestró a sus alumnos no sólo en el manejo de las lenguas, sino también en el conocimiento de la historia, la literatura, el arte, incluso de la vida cotidiana, de aquel mundo y aquella cultura que redescubrieron los hombres del Renacimiento.
Retirado de la docencia, que para él fue siempre mucho más que una profesión, Claudio dedica su tiempo a leer, pensar, escuchar música, pasear... Y todos los días acude, puntual, a su cita con Antonio en Laramie. Hablamos de nuestras cosas, me dice Antonio cuando le pregunto de qué tratan en esos encuentros.
Hace unos días le pregunté a Claudio si había conseguido y cómo conjurar aquel pesimismo y aquella tristeza. Me miró fijamente, esbozó una leve sonrisa, y respondió: la música del barroco (y Mozart, por supuesto), el jazz en casi todas sus mutaciones y Shakespeare, Pessoa, Borges... son motivos más que suficientes para resistir y afrontar aquella evidencia.

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