Hora novena del catorce de septiembre
Miro la
hora, y mirándola
miro un
puntiagudo trozo de metal
que
apunta un número
y hace
ángulo perfecto. Bien.
Los
canales de televisión
alternativamente
me recuerdan mi vida
y mis
otras. Todas las otras
que
buscaban cómo acabar el día.
Acabar
la noche: acabar.
Ahora
empiezo. Empiezo porque
una
estúpida manía de controlar
la hora
me sugiere un vacío:
este
que no conocía. Este
que se
ha colocado
entre
la televisión y la esfera estúpida.
Un
vacío que bloquea
mis
ganas de salir o entrar.
Mis
lentos pasos que: ¿adónde van?
Estos
lentísimos, costosos, caros pasos
sobre
arena, sobre piedras, sobre ciudades,
sobre
sábanas, sobre oficinas, sobre bares,
sobre
mi propia tumba si hubiese
muerto
en un día como el de hoy.
La
ventana, los tendederos, el afán
de
querer escribir todo cuanto veo.
No lo
que miro, sino lo que veo.
El
precipitado cariño que de pronto
le
ofrezco a un vaso. Y lo lleno.
Así no
es la soledad: así es
lo que
es así, y no me conmueve
que el amor
supere la desidia,
porque
nada supera a nada
estando
aquí. Así, como quien
con un
gesto inútil mira la hora
desvelando
en esa geometría
cataclismos,
deseos, partes de vida.
Partes
de un todo que no sé.
Que no
sé adónde lleva.
Y me
duele esta quietud, a pesar
de
andar y andar. Este
poco
misterioso duelo: esta evidencia.
Concha García: Ayer y calles (1994)
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