viernes, 4 de febrero de 2011

Casi una pesadilla


Les he contado que en Laramie el último jueves del mes es el día del duelo y la aflicción, ¿verdad? En un acto breve y sencillo se lamenta la pérdida, simbólica o real, de algo o de alguien. Después se sirve un cóctel preparado expresamente para ese día.
En la mayoría de las ocasiones solemos coincidir en el motivo de nuestra aflicción. No ha ocurrido así en enero. Estuvimos casi una semana debatiendo el asunto y no conseguimos ponernos de acuerdo. Unos proponían que lamentáramos el fin de una iconografía  y de una estética asociada al tabaco. ¿Censurarán “Fumando espero”? ¿Declararán nocivas para la salud las películas de cine negro?, se peguntaban retóricamente angustiados unos, mientras otros decían que debíamos dedicar ese día a la confidencia de Benedicto XVI a propósito del Purgatorio. El ala maximalista sostuvo que nuestros lamentos deberían ir encaminados a llorar la muerte del estado de bienestar.
Intervino Antonio: ¿por qué no dejamos que Claudio se encargue de todo? Y Claudio que en aquel momento estaba con los auriculares puestos escuchando las Suites para cello de Bach, pensando tal vez que envidiábamos su suerte cuando todos dirigimos hacia él nuestras miradas, asintió.
Todos pensábamos que estaría molesto por el encargo. Pero al día siguiente nos sorprendió leyendo estas cuartillas:
El Apartamento
Anoche tuve un sueño horrible. Casi una pesadilla. Yo trabajaba como becario en un periódico. No sé cuál, pero debía ser un periódico importante por las dimensiones de lo que en mi sueño era la redacción. ¿Recordáis aquella escena de El apartamento? Pues algo así: mucha gente parapetada en este caso detrás de la pantalla de un ordenador. Yo estaba en una de aquellas mesas. Escribía deprisa, muy deprisa y sin parar, mirando continuamente, no sé por qué, el gran reloj digital colocado en la pared justo en frente de mi mesa de trabajo. De pronto oí gritar a alguien: ¡eh, muchacho, ven para acá un momento! No sé por qué, me levanté inmediatamente y me dirigí hacia el lugar de donde provenía la llamada. Entré en un despacho increíblemente grande y en penumbra. Creía que no había nadie hasta que oí la misma voz. ¡Vamos, vamos, muchacho, entra y siéntate! Cuando me acerqué comprobé que quien me hablaba se ocultaba detrás de una careta con el rostro de Pedro J. Ramírez. Obedecí sin abrir la boca. ¡Aquí tienes la oportunidad de tu vida, muchacho, no la desaproveches! Me entregó un gran sobre y una credencial y en ese mismo momento comenzó a reírse. Yo no sabía qué hacer. ¡Vete ya, muchacho, o llegarás tarde! Y recuerda: una nota para el digital, otra para la radio, una apertura para el impreso y un reportaje para el suplemento. Se reía cada vez con más fuerza. Cuando salí de aquel despacho todos en la redacción se reían. Yo caminaba lo más deprisa posible buscando la salida, cabizbajo, sin mirar a los lados. No estoy seguro pero creo que todos llevaban el rostro cubierto con la misma careta. Llamé al ascensor. De pronto vi mi rostro reflejado en un espejo. ¡Tenía el aspecto que tengo ahora, incluso más avejentado! Sentí un escalofrío extraño. Se abrió la puerta del ascensor. Estaba vacío. Me sentí un poco aliviado. Planta baja dije con la voz lo más clara posible y el ascensor comenzó a bajar y bajar y bajar. No se detenía en ninguna planta. Bajaba y bajaba y bajaba. Noté un sudor frío en mi cuello y una leve opresión en el pecho. Estaba a punto de gritar cuando oí una voz metálica: planta sótano, aparcamiento. ¿Sótano? Yo había pedido la planta baja. Pero me bajé allí mismo. No quería tentar de nuevo a la suerte. Me dirigí con toda naturalidad al aparcamiento de motos y me monté en una Lambretta como aquella que llevaba Jimmy Cooper en Quadrophenia.  
Quadrophenia
Ya en la calle, en medio de un tráfico agobiante y mientras sorteaba con extraña e incomprensible pericia los automóviles que me salían al paso (creo que iba en dirección contraria) advertí que no llevaba puesto el casco y que era la primera vez que montaba en moto y que además esa moto no era mía. Pero no tuve miedo ni me sentí angustiado. Al contrario. Tengo la impresión de que fue un trayecto bastante largo, pero agradable, muy agradable,  bordeando a cada paso lugares hermosos. Ahora que lo pienso era como abrir un álbum de postales: Burdeos, París, Berlín, Grenoble, Florencia…  De repente el álbum se cerró y me encontré ante un edificio con una fachada altísima de cristal opaco en la que se reflejaba todo lo que acontecía en la calle. La imagen me resultó inquietante. Enseñé mi credencial y entré en el edificio. Pregunté dónde era la rueda de prensa a uno de los guardas de seguridad que flanqueaban el largo pasillo de entrada. Pregunte en información. Lo hice. ¿Cuál de ellas? La de las subcomisiones interdepartamentales que elaborarán las medidas complementarias de acompañamiento de la ley antitabaco. Hay cinco y cada una de ellas ofrece su propia rueda de prensa. Bueno, dígame cuál es la primera que empieza. Todas son a la misma hora. A las doce. Faltan diez minutos. De nuevo comencé a notar un sudor frío en el cuello y esa ya familiar presión en el pecho. Sólo faltaba que aquel individuo que me atendía empezara a reírse. Pero no. No se rió. Se mantuvo hieráticamente serio mientras iba colocando documentos y más documentos sobre el mostrador. Yo me sentía abrumado. ¿Qué hago yo con todo esto? Y entonces hizo un gesto muy leve con las cejas. En ese momento sentí que alguien me daba unos golpecitos en el hombro. Me volví y… ¡era Pérez Rubalcaba! Estás en apuros, ¿verdad, muchacho? Anda, sígueme. Y eso fue lo que hice, sin rechistar. Como en esas series de televisión en las que policías y fiscales despachan en los pasillos, él iba delante a paso ligero y yo detrás intentando acomodarme a su ritmo ya que no a su energía. Él hablaba y hablaba y hablaba y entre frase y frase firmaba documentos, transmitía instrucciones, hacía una llamada telefónica, saludaba cortésmente a todo el mundo y de tanto en tanto se volvía hacia mí: ¿lo has cogido, muchacho? Yo no me enteraba de nada, estaba exhausto por la larguísima caminata y a punto de derrumbarme y ponerme a llorar. Entonces se detuvo, dio media vuelta y dijo ¡te tengo que dejar, muchacho! Aquí tienes un pen con toda la información. ¿Amigos? Y se fue por una de las puertas laterales. Y de repente me quedé solo en medio de aquel interminable pasillo. Todo el mundo había desaparecido. No sé por qué, pero de nuevo estuve a punto de ponerme a llorar. Reaccioné y comencé a andar buscando una salida. Todo estaba en silencio y las luces se iban apagando conforme yo avanzaba. Me encontré de pronto frente a una puerta enorme. Me detuve ante ella.  
El proceso
Y entonces me acordé de Joseph K. y me entró miedo. No sabía qué hacer. De hecho, me quedé paralizado. No sé cuánto tiempo estuve así. Hasta que oí una voz que me resultaba familiar. ¡Venga, muchacho, no tengas miedo, sigue adelante! Obedecí como siempre. Me dirigí hacia la puerta. Estaba entornada y salí corriendo de allí. La puerta se cerró de golpe a mis espaldas. ¡Qué bueno que viniste, viejo! Me dijo un rostro muy parecido a Felipe González que se proyectaba en la pared y que intermitentemente se confundía con otros rostros conocidos. No estoy seguro pero creo que también aparecían Tony Blair, Bill Clinton. Javier Solana. Pero no estoy seguro. Todos lucían una discreta y confiada sonrisa. ¿Has traído lo que te pedimos, muchacho? ¿Has cumplido con el trato? Yo no entendía nada y empecé a angustiarme, a sentir de nuevo, pero esta vez con más intensidad, la presión en el pecho. ¡Merde! ¡Me has decepcionado, muchacho! Aquellos rostros se fundieron y como viniendo de lejos comencé a oír de nuevo aquella risa. Cada vez la sentía más cerca y con mayor intensidad. El corazón me latía cada vez más fuerte. Estaba confuso y mareado. Creo que fue entonces cuando me pareció oír ¡que le corten la cabeza! 
Fernando Botero
 Alguien muy parecido a los curas de Fernando Botero se acercó a mí y comenzó a hablarme al oído. No entendía lo que me decía. Sólo recuerdo algunas palabras aisladas. Algo así como no es un lugar fuego interior pero existe y es eterno. Estaba a punto de estallar cuando desperté sobrecogido y empapado en sudor. Me levanté inmediatamente de la cama y comencé a buscar algo en los cajones. Buscaba y buscaba con tal ansiedad que tropecé en varias ocasiones hasta que, buscando en el cuarto de baño, me vi en el espejo y grité: ¡pero si yo no fumo!

¿Me acercas el agua, Antonio? No. Mejor nos bebemos este brandy smash, ¿no te parece, Claudio? Vale.

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