jueves, 15 de diciembre de 2011

Premios



Para quienes consideran que la democracia es la regla de la mayoría, la concesión de un premio es sin duda una decisión poco democrática. Salvo contadísimas excepciones, siempre son más, muchísimos más los que están en desacuerdo con el fallo del jurado que quienes comparten y apoyan esa decisión. Naturalmente, los motivos del desacuerdo son muy dispares y en no pocas ocasiones antagónicos. Pero de eso no se habla. Lo importante es afirmarse en ese rechazo mayoritario, que conforta y anima a seguir adelante con la íntima convicción de ser quien realmente lo merece.
Por otra parte y si nos atenemos a las artes adivinatorias de quienes frecuentan ese mundo variopinto de los certámenes y concursos, los premios son por definición previsibles: está dado, dice el experto de turno antes incluso de que se sepa quiénes compondrán el jurado. Y lo dice con la solemne seguridad de quien ha fracasado más de una vez en el intento. Naturalmente, por la ineptitud o la negligencia del jurado. O, como piensa más de uno, por la abyecta y fraudulenta manipulación de unas oscuras mafias que controlan y administran impunemente el cotarro. Este estado de inquietud y zozobra, que puede convertirse en resentimiento, remite cuando el presunto damnificado recibe su primer premio y se cura casi por ensalmo con la llegada del segundo.
A quienes viven angustiados porque no logran el reconocimiento público que procura un premio, convendría recordarles que con los premios ocurre algo parecido a lo que dicen que sucede con el dinero: no dan la felicidad. Y que no son pocos los autores que viven malhumorados y tristes, a pesar de los premios recibidos. ¿El motivo? Están solos, muy solos: no tienen lectores.
                                                                      Julián

Posdata.- Pero, qué alegría cuando el premiado es un amigo nuestro, ¿verdad?
                                                                       

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