Está en
penumbra el cuarto, lo ha invadido
la
inclinación del sol, las luces rojas
que en
el cristal cambian el huerto, y alguien
que es
un bulto de sombra está sentado.
Sobre
la mesa los cartones muestran
retratos
de ciudad, mojados bosques
de
helechos, infinitas playas, rotas
columnas:
cuántas cosas, como un muelle,
le
estremecieron de muchacho. Antes
se
tendía en la alfombra largo tiempo,
y
conquistaba la aventura. Nada
queda
de aquel fervor, y en el presente
no vive
la esperanza. Va pasando
con
lentitud las hojas. Este rito
de
desmontar el tiempo cada día
le da
sabia mirada, la costumbre
de
señalar personas conocidas
para
que le acompañen. y retornan
aquellas
viejas vidas, los amigos
más
jóvenes y amados, cierta muerta
mujer,
y los parientes. No repite
los
hechos como fueron, de otro modo
los
piensa, más felices, y el paisaje
se
puebla de una historia casi nueva
(y es
doloroso ver que aún con engaño,
hay un
mismo final de desaliento).
Recuerda
una ciudad, de altas paredes,
donde
millones de hombres viven juntos,
desconocidos,
solitarios; sabe
que una
mirada allí es como un beso.
Mas él
ama una isla, la repasa
cada
noche al dormir, y en ella sueña
mucho,
sus fatigados miembros ceden
fuerte
dolor cuando apaga los ojos.
Un día
partirá del viejo pueblo
y en un
extraño buque, sin pensar,
navegará.
Sin emoción la casa
se
abandona, ya los rincones húmedos
con la
flor de verdín, mustias las vides,
los
libros amarillos. Nunca nadie
sabrá
cuándo murió, la cerradura
se irá
cubriendo de un lejano polvo.
Francisco Brines: Las brasas (1960)
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