martes, 6 de marzo de 2012

La voluntad general



"Cuando muchos hombres reunidos se consideran a sí mismos un solo cuerpo, no tienen más que una voluntad que se dirige a la común conservación y al bienestar general. Entonces todos los resortes del Estado son vigorosos y sencillos, sus máximas claras y luminosas, no tienen intereses confusos ni contradictorios, el bien común se muestra por todas partes claramente, y cualquiera que tenga buen discernimiento sabrá distinguirle. La paz, la unión y la igualdad son enemigas de las sutilezas políticas. Es difícil engañar a los hombres rectos y sencillos a causa de su simplicidad: las astucias, los sutiles pretextos, no pueden nada con ellos pues no son bastante astutos como para poder ser engañados. Cuando vemos en el pueblo más dichoso del mundo que un grupo de aldeanos arregla los asuntos del Estado a la sombra de una encina y que siempre obran con juicio; ¿podemos dejar de despreciar las sutilezas de las demás naciones que se hacen ilustres y miserables con tanto arte y con tantos misterios? 

Chillida - Leku

Un Estado gobernado de esta suerte necesita muy pocas leyes, y cuando se hace preciso promulgar algunas nuevas, se ve generalmente su necesidad. El primero que las propone no hace más que decir lo que todos han conocido ya; y no son necesarias las intrigas ni la elocuencia para hacer pasar por ley lo que cada cual ha determinado hacer, apenas esté seguro de que los demás lo harán como él.
Lo que engaña a los que discurren sobre esto es que, viendo tan sólo Estados mal constituidos desde su origen, los desorienta la imposibilidad de mantener en ellos una política semejante. Se echan a reír al imaginar todas las necedades que un pícaro hábil y un charlatán pueden hacerle creer al pueblo de París o al de Londres. Ignoran que el pueblo de Berna hubiera encerrado a Cromwel con los mentecatos, y que los ginebrinos hubieran puesto en la casa de corrección al duque de Beaufort.
Pero cuando el nudo social empieza a ceder y el Estado a relajarse, cuando los intereses particulares empiezan a hacerse sentir y las pequeñas sociedades a influir en la grande, el interés común se altera y encuentra oposición. Ya no hay unanimidad en los votos; la voluntad general ya no es la de todos; se suscitan contradicciones y debates; y el mejor parecer no se adopta sin disputas.

Rafael Canogar: don Quijote

En fin, cuando el Estado, cercano a su ruina, subsiste solamente por una formalidad ilusoria y vana, cuando el vínculo social se rompe en todos los corazones, cuando al más vil interés se le suma el descaro con el nombre sagrado del bien público, la voluntad general enmudece. Guiados todos por motivos secretos, no opinan ya como ciudadanos sino como si jamás hubiese existido el Estado; y se hacen pasar falsamente con el nombre de leyes los decretos inicuos que sólo tienen por fin un interés particular.
¿Acaso de aquí se sigue que la voluntad general esté anonadada o corrompida? No por cierto. Ésta es siempre constante, inalterable y pura; pero está subordinada a otras que pueden más que ella. Cada cual, separando su interés del interés común, ve bien claro que no puede separarle de él enteramente; pero su parte del mal público no le parece nada en comparación con el bien exclusivo del que pretende apropiarse. Exceptuado este bien particular, quiere el bien general por su propio interés tan ardientemente como cualquier otro. Aun vendiendo su voto por dinero, no extingue en sí la voluntad general, sino que la elude. La falta que comete consiste en cambiar los términos de la cuestión y en contestar una cosa diferente de la que le preguntan; de modo que, en vez de decir por medio de su voto: conviene al Estado, dice: conviene a tal hombre o a tal partido que tal cosa sea aceptada. Así, pues, la ley del orden público en las asambleas no consiste tanto en mantener en ellas la voluntad general como en hacer que siempre sea consultada y que responda siempre a sus fines.
Muchas reflexiones podría hacer aquí sobre el simple derecho de votar en todo acto de soberanía, derecho que nadie puede quitar a los ciudadanos, y sobre el de opinar, proponer, dividir y discutir, derecho cuyo ejercicio el gobierno tiene mucho cuidado en no permitir más que a sus miembros. Pero esta importante materia exigiría un tratado aparte y no es posible decirlo todo en éste.

Jean-Jacques Rousseau: El contrato social, IV, I.

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