Pensamiento
y poesía se enfrentan con toda gravedad a lo largo de nuestra cultura y se nos
aparecen como dos formas insuficientes. No se encuentra el hombre entero en la
filosofía; no se encuentra la totalidad de lo humano en la poesía. En la poesía
encontramos directamente al hombre concreto, individual. En la filosofía al
hombre en su historia universal, en su querer ser. La poesía es encuentro, don,
hallazgo por la gracia. La filosofía busca, requerimiento guiado por un método.
El
filósofo se dirige hacia el ser oculto tras las apariencias; el poeta se queda
sumido en las apariencias, en la multiplicidad desdeñada, en la menospreciada
heterogeneidad. El poeta enamorado de las cosas se apega a ellas, a cada una de
ellas y las sigue a través del laberinto del tiempo, del cambio, sin poder
renunciar a nada.
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A
diferencia del filósofo, que si alcanzara la unidad del ser, sería una unidad
absoluta, sin mezcla de multiplicidad alguna, la unidad lograda en el poema es
siempre incompleta. De ahí ese temblor que queda tras todo buen poema, ese
espacio abierto que rodea a toda poesía.
Platón
en su afán por la independencia humana, por su hacer salir al hombre del orbe
de la tragedia, reunió el contenido humano y lo puso bajo el mando de la razón.
Por la razón existía el hombre y se liberaba de los dioses tiránicos.
El
poeta era el único que con su voz no pregonaba la razón. La única voz del
pasado, del ayer trágico y melancólico. El poeta no sólo se conforma con las
sombras de la pared cavernaria, sino que sobrepasando su condena, crea sombras
nuevas y llega hasta hablar de ellas y con ellas. Traiciona a la razón usando
su vehículo: la palabra, para dejar que por ella hablen las sombras, para hacer
de ella la forma del delirio.
La
poesía es la memoria misma de lo que la filosofía olvida.
María Zambrano
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