Fue un 23 de
abril de hace ya bastantes años. Lo recuerdo porque esa es la fecha que figura
en la entrañable dedicatoria de quien me regaló La música del azar. Hasta entonces, Auster era para mí un nombre,
uno de esos nombres con los que te familiarizas cuando frecuentas las revistas
y los suplementos literarios. Pero yo no había leído nada suyo. Hasta que ese
mismo día, por la noche, cogí la novela, comencé a leer y no paré hasta que Jim
Nashe intuyó el final, pisó a fondo el acelerador y cerró los ojos.
En la
biografía de un lector hay fechas que están marcadas con una tinta especial,
casi indeleble. En mi caso, aquel 23 de abril es sin duda una de esas fechas
memorables. Aquella intensa y apasionante lectura no sólo me procuró una
experiencia inolvidable: me abrió de par en par las puertas de un mundo
narrativo en el que la ficción y la realidad, lo imaginado y lo vivido, lo
insólito y lo cotidiano conviven de un modo misterioso e inquietante.
Auster dejó
de ser un nombre y se convirtió en un narrador magistral dotado de una rara
habilidad para hacer verosímil lo inusitado y lo improbable; para convertir un
equívoco, un encuentro casual, un hecho fortuito, una anécdota trivial, en
materia narrativa; para inventar historias que se bifurcan tejiendo una extraña
red de emociones y experiencias.
Marcados por
la ausencia y la soledad, la incertidumbre y una ineludible sensación de vacío,
los personajes que viven esas historias son, en su estatus social, personas
aparentemente normales y corrientes. Pero sólo en apariencia. Nashe, Pozzi,
Quinn, Fogg, Aaron, Glass, Orr, Zimmer, Brill... son -como advirtió Gérard de
Cortanze - seres indecisos, desorientados, solitarios, que asumen
personalidades ajenas, que fingen ser otros para sentir que existen, que buscan
dar un sentido a su vida.
Pero esto lo
fui descubriendo poco a poco, a lo largo de todos estos años. Inmediatamente
después de leer La música del azar,
busqué y leí sus otras novelas ya publicadas. En la memoria han quedado El palacio de la luna y La trilogía de Nueva York. A partir de
entonces acudí puntualmente a la cita con cada una de sus nuevas y sucesivas
entregas, entre las que elijo Leviatán,
Brooklyn Follies y el arranque de Un
hombre en la oscuridad. Y así, hasta
Diario de invierno, que justifica
estas líneas y que por cierto no es una novela. ¿O sí?
En principio, se trata de una autobiografía, narrada en
segunda persona, que ensancha considerablemente el camino que comienza con El cuaderno rojo, continúa con A salto de mata y, en cierto modo, con
la novela alegórica Viajes por el
Scriptorium. En este caso son fragmentos autobiográficos, episodios de una
vida, que Auster va hilvanando aleatoriamente, sin seguir un orden cronológico,
pero con el decidido propósito de descubrir la verdad sobre sí mismo, en tanto
que Auster, no como novelista o escritor. "Es un libro sobre mi cuerpo,
sobre el placer y el dolor que uno siente", declaró con motivo de la
presentación del Diario; el libro de
una persona, añadió, “precaria y dolida, un hombre que lleva una herida en su
interior". El resultado es un magnífico autorretrato.
Hay quien
sostiene que en los últimos años Auster se ha quedado algo así como bloqueado por
la persistente autorreferencialidad de su discurso: Diario de invierno vendría a confirmar ese supuesto anquilosamiento.
Es posible. Para el lector habitual de Auster, el Diario..., en cuyas páginas reconoce no pocas historias leídas en
otros libros del autor, viene a confirmar algo que intuyó desde el principio,
desde La invención de la soledad: que
detrás de esa voz que sabe contar historias a la vez que medita sobre la vida y
la propia escritura, está la peripecia vital de quien sospecha que cada
hombre contiene varios hombres en su interior, y que la mayoría de nosotros
saltamos de uno a otro sin saber jamás quienes somos.
Julián
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