"Cuando muchos hombres reunidos se consideran a sí
mismos un solo cuerpo, no tienen más que una voluntad que se dirige a la común
conservación y al bienestar general. Entonces todos los resortes del Estado son
vigorosos y sencillos, sus máximas claras y luminosas, no tienen intereses
confusos ni contradictorios, el bien común se muestra por todas partes
claramente, y cualquiera que tenga buen discernimiento sabrá distinguirle. La
paz, la unión y la igualdad son enemigas de las sutilezas políticas. Es difícil
engañar a los hombres rectos y sencillos a causa de su simplicidad: las
astucias, los sutiles pretextos, no pueden nada con ellos pues no son bastante
astutos como para poder ser engañados. Cuando vemos en el pueblo más dichoso
del mundo que un grupo de aldeanos arregla los asuntos del Estado a la sombra
de una encina y que siempre obran con juicio; ¿podemos dejar de despreciar las
sutilezas de las demás naciones que se hacen ilustres y miserables con tanto
arte y con tantos misterios?
Un Estado gobernado de esta suerte necesita muy pocas leyes,
y cuando se hace preciso promulgar algunas nuevas, se ve generalmente su
necesidad. El primero que las propone no hace más que decir lo que todos han
conocido ya; y no son necesarias las intrigas ni la elocuencia para hacer pasar
por ley lo que cada cual ha determinado hacer, apenas esté seguro de que los
demás lo harán como él.
Lo que engaña a los que discurren sobre esto es que, viendo
tan sólo Estados mal constituidos desde su origen, los desorienta la
imposibilidad de mantener en ellos una política semejante. Se echan a reír al
imaginar todas las necedades que un pícaro hábil y un charlatán pueden hacerle
creer al pueblo de París o al de Londres. Ignoran que el pueblo de Berna
hubiera encerrado a Cromwel con los mentecatos, y que los ginebrinos hubieran
puesto en la casa de corrección al duque de Beaufort.
Pero cuando el nudo social empieza a ceder y el Estado a
relajarse, cuando los intereses particulares empiezan a hacerse sentir y las
pequeñas sociedades a influir en la grande, el interés común se altera y
encuentra oposición. Ya no hay unanimidad en los votos; la voluntad general ya
no es la de todos; se suscitan contradicciones y debates; y el mejor parecer no
se adopta sin disputas.
Rafael Canogar: don Quijote |
En fin, cuando el Estado, cercano a su ruina, subsiste
solamente por una formalidad ilusoria y vana, cuando el vínculo social se rompe
en todos los corazones, cuando al más vil interés se le suma el descaro con el
nombre sagrado del bien público, la voluntad general enmudece. Guiados todos
por motivos secretos, no opinan ya como ciudadanos sino como si jamás hubiese
existido el Estado; y se hacen pasar falsamente con el nombre de leyes los
decretos inicuos que sólo tienen por fin un interés particular.
¿Acaso de aquí se sigue que la voluntad general esté
anonadada o corrompida? No por cierto. Ésta es siempre constante, inalterable y
pura; pero está subordinada a otras que pueden más que ella. Cada cual,
separando su interés del interés común, ve bien claro que no puede separarle de
él enteramente; pero su parte del mal público no le parece nada en comparación
con el bien exclusivo del que pretende apropiarse. Exceptuado este bien
particular, quiere el bien general por su propio interés tan ardientemente como
cualquier otro. Aun vendiendo su voto por dinero, no extingue en sí la voluntad
general, sino que la elude. La falta que comete consiste en cambiar los
términos de la cuestión y en contestar una cosa diferente de la que le
preguntan; de modo que, en vez de decir por medio de su voto: conviene al
Estado, dice: conviene a tal hombre o a tal partido que tal cosa sea
aceptada. Así, pues, la ley del orden público en las asambleas no consiste
tanto en mantener en ellas la voluntad general como en hacer que siempre sea
consultada y que responda siempre a sus fines.
Muchas reflexiones podría hacer aquí sobre el simple derecho
de votar en todo acto de soberanía, derecho que nadie puede quitar a los
ciudadanos, y sobre el de opinar, proponer, dividir y discutir, derecho cuyo
ejercicio el gobierno tiene mucho cuidado en no permitir más que a sus
miembros. Pero esta importante materia exigiría un tratado aparte y no es
posible decirlo todo en éste.
Jean-Jacques
Rousseau: El contrato social, IV, I.
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