martes, 27 de septiembre de 2011

Calígula


Este verano releí Calígula, de Albert Camus. Andaba yo intentando dilucidar si es el cinismo o la ineptitud, o ambas cosas a la vez, lo que explica la conducta de los gobernantes europeos ante la crisis, que ni encuentran soluciones, ni alumbran salidas, incapaces de imponer su legitimidad democrática a esa legión de desalmados anónimos que controlan los mercados y a esas agencias que trabajan al servicio de los intereses especulativos de esos mercados. Como Humpty Dumpty, para mí la cuestión era y es: ¿quién manda aquí? ¿en manos de quien está el poder?
Y me vino a la memoria la obra de Camus. La leí en mis años universitarios y algún tiempo después, a principios de los ochenta vi el montaje de José Tamayo con José Mª Rodero. De aquella lectura (eran los últimos años de la dictadura de Franco) retuve una imagen inquietante, perturbadora: la implacable lógica, la demente y cruel coherencia de un tirano para quien no existen límites en el poder que ostenta: es el emperador y a él todo le está permitido. La espléndida interpretación de Rodero seguro que contribuyó a intensificar esa primera imagen, que se enriqueció a su vez con la magistral interpretación de John Hurt en la serie Yo, Claudio.
La relectura de este verano ha ensanchado considerablemente el significado y el sentido de un drama que, sesenta y seis años después de su estreno, sigue siendo una lúcida, inquietante y desde luego comprometida reflexión sobre el poder. Camus indaga en el alma rota, despiadada, de Calígula, intentado comprender, que no justificar, su conducta sanguinaria, su perversa iniquidad.
Como estas líneas no son sino unas notas de invitación a la lectura, me limitaré a apuntar apenas algunas de las claves de la personalidad destructiva y cruel de Cayo César, tal como la dibujó Camus. Me interesa especialmente la cuarta escena del primer acto.
Drusila, la hermana del emperador, ha muerto y Cayo César ha desaparecido. Nadie sabe dónde se encuentra. Todos, desde los patricios, pretorianos y sirvientes, están preocupados, inquietos, expectantes. De pronto, “furtivamente”, aparece Calígula en palacio. Tiene expresión de enajenado, está sucio, abatido y cansado. Se encuentra con Helicón, a quien confía el motivo de su prolongada ausencia: ha sentido la necesidad de lo imposible, ha querido satisfacerla y ha salido en busca de la luna, una de las cosas que no tiene y que quiere poseer.

“No estoy loco”, dice Calígula defendiéndose a sí mismo. Lo que ocurre, dice, es que ahora sé cosas que antes no sabía: “el mundo, tal como está hecho, no es soportable. Por eso necesito la luna o la felicidad o la inmortalidad, algo descabellado quizá, pero que no sea de este mundo”.
La muerte de Drusila, en sí, no significa nada, pero para el joven emperador es la señal de una verdad inapelable: “Los hombres mueren y no son felices”. Lo que ocurre es que los hombres viven de espalda a esta verdad, esto es, en la mentira.”Todo a mi alrededor es mentira, y yo quiero que vivamos en la verdad. Y justamente tengo los medios para hacerlos vivir en la verdad”, le dice Calígula a Helicón.
Calígula, que ha decidido ser lógico, ha descubierto sobre todo que la utilidad del poder es hacer posible lo imposible. Cuando en la escena séptima del primer acto comparece El Intendente urgiéndole a atender y arreglar los asuntos del Tesoro Público, Calígula comenta con resuelto cinismo: si el tesoro es importante, la vida no lo es; “la vida no vale nada, ya que el dinero lo es todo”. Y adopta inmediatamente una decisión: poner en marcha un plan con el que –dice– “vamos a revolucionar la economía política en dos tiempos”. Primero, “todos los patricios, todas las personas del Imperio que dispongan de cierta fortuna —pequeña o grande, es exactamente lo mismo— están obligados a desheredar a sus hijos y testar de inmediato a favor del Estado”. Después, “conforme a nuestras necesidades, haremos morir a esos personajes siguiendo el orden de una lista establecida arbitrariamente”.
Cuando el mundo resulta insuficiente y la vida no tiene sentido; cuando el dinero lo es todo y lo demás carece de importancia; cuando el amor no es nada y vivir es lo contrario de amar, ¿qué queda? Hacer posible lo imposible, transgredir todos límites y mostrarse al mundo como “el único hombre libre de este imperio”: él, Cayo César, Calígula.
Tal vez por eso no es feliz, le dice la fiel Cesonia: “la dicha es generosa. No vive de destrucciones”. A lo que responde Calígula: “Entonces hay dos clases de dicha y yo elegí la de los asesinos. Porque soy feliz […] Vivo, mato, ejerzo el poder delirante del destructor, comparado con el cual el del creador parece una parodia. Eso es ser feliz. Esa es la felicidad…”
Se oye un ruido de espadas. La conspiración está en marcha. Pretorianos y senadores, con el prefecto Querea al frente, han decidido acabar con la vida del tirano. En defensa propia, en nombre de la moral y de la justicia, por el Imperio (y sin duda porque no están dispuestos a que nadie, ni siquiera el Estado, meta la mano en sus fortunas).
Y de pronto, un grito: “¡A la historia, Calígula, a la historia!”
Léanla.
                                                               Julián


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