viernes, 23 de septiembre de 2011

El reencuentro y otras emociones


Después de un largo, tortuoso y cálido verano este fin de semana nos reencontramos todos en Laramie.
No saben cómo lo echaba de menos. Desde que conocí a esta gente me siento, no sé cómo decirles, más acompañado. Sin proponérselo, ellos me han enseñado lo grato que resulta conversar sin otro propósito que la propia conversación, no exenta en ocasiones de vehemencia y pasión, pero siempre respetuosa e inocua. Aquí se puede rebatir e impugnar un argumento, pero sin hacerle daño ni desacreditar a quien lo defiende. En Laramie, además, nadie confunde la amistad con el compadreo: aquí prevalece la libertad de decir no me gusta lo que has dicho, lo que has escrito o lo que has hecho, así, sin más, porque no hay cálculo ni componenda.  

Cuando llegué, ya estaban todos, menos rarodeluna, que andaba enredado en no sé qué asamblea, y que se incorporó un poco más tarde. Todos estaban ocupados en diversos menesteres, así que me quedé en una esquina de la barra viendo lo que hacían y escuchando lo que hablaban.
Ya veréis lo que os he preparado –dijo Claudio, que revisaba el equipo de música. ¡Lester Young! ¿Os acordáis del Club de la Serpiente? ¿De Gregorovius, suspirando por la Maga y poniéndose hasta arriba de vodka? A mí no se me olvida: Lester Young, saxo tenor, Dickie Wells, trombón, Joe Bushkin, piano, Bill Coleman, trompeta, John Simmons, contrabajo, Joe Jones, batería… ¡“Four O'clock Drag”!. Cortázar me regaló mucho más que una canción… Un universo de libertad, sentimientos y emociones –dijo Antonio, que ultimaba los preparativos del cóctel. No te burles, le respondió Claudio, y añadió: naturalmente, he incluido en la selección “All of me y “Blues for Greasy. De postre Jammin the blues, un excelente documental. Pero antes oiremos a un joven Lester Young clarinetista acompañando a Count Basie, Billie Holiday… ¡Memorable!
 
¡Mirad! –dijo Antonio en tono de chanza, mientras servía un New Yorker “muy especial”–: ¡se ha emocionado! Claudio no le hizo caso.
En ese momento llegó rarodeluna, demasiado serio, cariacontecido. ¿Qué ocurre? ¿No van bien las cosas? Hizo un gesto ambiguo con la cabeza, pero no me respondió. ¿Estás preocupado?, insistí. Sí, contestó sin más. ¿Qué te parece si nos unimos al grupo? Vale.
Antonio terminó de servir el cóctel y se sentó por fin con todos nosotros. Alzó la copa y bebió un sorbo largo hasta apurar la última gota. ¡Excelente!, dijo para sí, admirando su obra. ¿Me pones otro, Julián? Repitió el mismo rito de antes y dijo con cierta solemnidad:
Cada experiencia emocional es única y sus consecuencias son imprevisibles. Depende de la naturaleza y la intensidad de esa experiencia, ¿no?, le contestó Julián. Lo más común –añadió Antonio– es que el efecto sea temporal y la emoción se diluya como un azucarillo en el café. En el mejor de los casos queda fosilizada en una especie de postal que guardaremos en la memoria y sacaremos a pasear de vez en cuando por el recuerdo. Claro que hay ocasiones en las que la experiencia emocional es de tal intensidad que le cambia a uno la vida y de algún modo le acerca a la muerte. Pero esa es otra historia.
Un amigo mío –intervino Marta– me contó que hace bastantes años en una de las más importantes catas flamencas salió al escenario un prestigioso cantaor, cuyo nombre he olvidado, se sentó en una silla junto al guitarrista que lo acompañaba, bebió un sorbo de agua y dijo, dirigiéndose a los asistentes, “¿qué queréis que os cante?” Entonces el público, formado en su mayoría por auténticos cabales, se puso en pie y estuvo aplaudiendo varios minutos. ¿Por qué?, le pregunté a mi amigo. Porque muy pocos son capaces de hacer esa pregunta a un público como aquel, me respondió. Y añadió: nunca he asistido a un homenaje tan espontáneo, emocionante y merecido como el de que aquella noche… ¿De qué te ríes, Julián?
Disculpa, Marta. Es que de pronto, no sé por qué, me he imaginado un gran salón de actos lleno de hispanistas y a Francisco Rico en el escenario preguntándoles “¿de qué queréis que os hable?”. ¿Y por qué no José Antonio Marina en una Universidad de verano?, apostilla Teresa. También, también, responde Julián, que seguía riéndose como un niño que se complace en su travesura. 


Creo que os estáis pasando, dijo Claudio en un tono muy serio. Son dos personas admirables que… ¡Tatooine! Tenían que haberle llamado Tatooine, dijo casi en un grito Darío cuando Carlota refirió la noticia del descubrimiento de un planeta extrasolar que está en órbita de dos estrellas a la vez, y al que los científicos de la Nasa le han puesto de nombre Kepler–16b. Georges Lucas se lo merece –añadió Darío: su imaginación se adelantó treinta y cuatro años a este descubrimiento.
Ya está bien, ¿no? –saltó de repente rarodeluna– ¿Se puede saber qué os ocurre? ¿Ya os habéis olvidado de lo que pasa en el mundo? ¿Cómo podéis estar tan contentos…? Es verdad que estamos contentos –le dijo Antonio, que estaba a su lado–; pero puedes estar seguro de que no nos hemos olvidado de nada. Y echándole el brazo sobre el hombro, añadió: venga, vamos a cenar, ¿vale?
Antes de entrar en el comedor pasé por las cuatro estaciones y elegí las citas de Cortázar que Claudio había elegido en lo que sin duda era un homenaje a Rayuela; la nueva entrega de la antología parcial de Julián:"Noche abierta", de Claudio Rodríguez.

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