Ocaso
Era un
suspiro lánguido y sonoro
la voz
del mar aquella tarde... El día,
no
queriendo morir, con garras de oro
de los
acantilados se prendía.
Pero su
seno el mar alzó potente,
y el
sol, al fin, como en soberbio lecho,
hundió
en las olas la dorada frente,
en una
brasa cárdena deshecho.
Para mi
pobre cuerpo dolorido,
para mi
triste alma lacerada,
para mi
yerto corazón herido,
para mi
amarga vida fatigada...
¡el mar
amado, el mar apetecido,
el mar,
el mar, y no pensar en nada...!
Manuel Machado: Ars moriendi (1922)
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